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4

Miranda se quedó de piedra al oír su nombre. Ella, al igual que cientos de miles de lectores en todo el mundo, conocía los libros de Norma Seller, pero muchos menos (muchísimos menos, sospechaba) podrían decir lo mismo de los de Miranda Grey. En primer lugar porque no se trataba de «libros», en plural, sino de un único título, Sombras de un asesino, y si bien Jesús estaba negociando con la editorial su lanzamiento en bolsillo, el recibimiento en tapa dura había sido tibio, como mucho. La tirada inicial había sido de dos mil ejemplares. Un año y medio después de su publicación Miranda no había recibido aún la liquidación de la editorial, pero no se engañaba al respecto. Si había conseguido vender la mitad de la tirada podría darse por satisfecha.

         —Es una carrera de fondo, Miranda —le había dicho Jesús—. No pretendas ser Pérez-Reverte o Gómez-Jurado con tu primera novela.

Miranda le había hecho caso, o al menos lo había intentado. Se había tomado aquel primer libro como una toma de contacto con el mundo editorial: presentaciones en librerías y festivales de novela, firmas en diferentes Ferias del Libro, alguna entrevista para medios locales… Todo aquello era demasiado insignificante como para que Norma la conociera.

Y sin embargo, apenas la había visto, y a pesar de ir hecha un trapo, con ojeras, sin maquillar, con el pelo grasiento recogido en una coleta y aquella camiseta vieja de AC/DC, Norma la había reconocido y llamado por su nombre.

—La señorita García tiene permiso para acompañarnos —contestó Alejandro, avanzando por la cocina. Miranda contempló divertida cómo los ojos verdes de Norma lo radiografiaban de arriba abajo mientras lo hacía—. Si lo prefiere puedo decirle que espere fuera.

Norma hizo un gesto con la mano como si espantara una mosca imaginaria y negó con la cabeza. Mientras sacaba un cigarrillo largo y fino de una pitillera plateada, respondió:

—En absoluto, inspector. Aquí donde me ve soy una admiradora de sus libros.

Prendió el cigarrillo y el humo acre y mentolado del tabaco inundó la cocina.

—Libro, en singular —dijo Miranda con un deje de culpabilidad en la voz—. Yo sí que soy admiradora de los suyos, en plural —y a continuación, como si se arrepintiera de no haber empezado por ahí, añadió:— La acompaño en el sentimiento.

Norma volvió a hacer aquel gesto con la mano en que sostenía el cigarrillo, que en esta ocasión dejó flotando ante ella un zigzagueante hilillo de humo.

—¿Sombras de un asesinoes el primero, entonces? ¿Y para cuándo el segundo? Me dejaste con ganas de más. Detesto que me dejen con ganas de más —añadió con una sonrisa sarcástica.

La mujer a su lado esbozó una sonrisa durante un segundo y luego volvió a su seriedad inicial.

—Pronto, espero —dijo Miranda.

«Conoces a tu escritora favorita y lo primero que sale de tu boca es una mentira. Qué bien, Miranda, qué bonito», sonó en su cabeza la voz de Miranda García.

—Ojalá, pero eso no responde mi pregunta. ¿Qué haces aquí? Si no recuerdo mal la contraportada de tu libro, eres periodista, pero dudo que te hayan enviado de El Diario Montañés. Aún es pronto para que se hayan enterado.

—Como ya le dije, Miranda tiene permiso para acompañarnos en la investigación —respondió Alejandro.

Norma se giró para contemplar de nuevo al inspector. Alzó una ceja mientras daba otra calada de su cigarrillo mentolado y exhalaba el humo lentamente, sin dejar de mirarlo.

—¿Es eso algo habitual? Yo nunca tuve una oportunidad semejante.

—No, no es habitual —respondió Alejandro, visiblemente incómodo.

Norma sonrió.

—Miranda, ¿por qué no te sientas con nosotras? Aquí no hay mucho que hacer hasta que estos señores terminen su trabajo, pero si te apetece puedes tomarte un té.

Señaló la bandeja que ocupaba el centro de la mesa, con una tetera humeante y varias tazas vacías. Norma tomó una de ellas, la colocó frente a Miranda y la llenó hasta la mitad de un té oscuro y humeante.

—Carmen —dijo, volviéndose hacia su compañera—, ¿tú quieres otro?

Carmen negó con la cabeza en silencio.

Norma se encogió de hombros y se sirvió otra taza para ella. El cigarrillo prendido entre sus dedos dibujaba arabescos en el aire.

Miranda lanzó una mirada a Alejandro.

—Adelante. Como la señora Segura ha afirmado —dijo, utilizando el apellido real de Norma—, aquí no hay mucho que hacer hasta que llegue el juez dentro de… —consultó su reloj de pulsera—, unos diez minutos, calculo.

Diez minutos no eran gran cosa. Miranda decidió que tenía que hacer que cundieran, de modo que se sacó del bolsillo posterior del pantalón el teléfono móvil arrepintiéndose de no haber dejado la grabadora conectada al salir del coche, lo dejó sobre la mesa y se sentó.

—No sabe el placer que representa para mí conocerla, Norma. Ojalá hubiera sido en otras circunstancias… —dijo alargando una mano.

Norma se la estrechó. Su piel era suave y seca al tacto, como si se empolvara las manos.

—Las circunstancias son la mitad menos interesante del Yo. Y tutéame, por Dios. No necesito que me trates de usted para sentirme mayor. Ambas nos hemos leído, que es como decir que nos hemos visto desnudas. Jamás toleraría que alguien que me ha visto desnuda me tratara de usted. ¿Podría haber una ofensa mayor?

Miranda sonrió para sus adentros. Siempre había fantaseado con conocer a Norma Seller. En una ocasión, incluso, había soñado con ello. En su sueño estaban juntas en una cocina, no una cocina gigantesca y suntuosa como aquella, de mármol y acero, sino en una humilde, de madera, tras cuyas ventanas se divisaba un bosque frondoso y húmedo en el que la lluvia golpeaba las ventanas con un dulce tableteo de dedos blandos. Miranda iba abriendo los diferentes armarios y cajones y Norma la enseñaba a utilizar lo que contenían, salvo que su contenido no eran cubiertos ni espátulas, ollas o sartenes… sino herramientas de carpintería.

La Norma real que tenía frente a sí no podía ser más diferente a la Norma de su sueño y, sin embargo, era más Norma que nunca. Escucharla hablar era como leer uno de sus libros. Miranda se sentía como en casa.

—Por supuesto que hay una ofensa mayor —dijo Miranda—: posar desnuda delante de una multitud y que nadie quiera mirar.

Norma abrió los ojos en gesto de sorpresa y soltó una carcajada.

—¡Bien dicho! ¿Qué te parece, Carmen? ¡Qué maravilla! ¡Una escritora que no está satisfecha con sus ventas!

Carmen sonrió. Cuando lo hacía, sus ojos parecían desaparecer en su rostro rubicundo, dándole una apariencia de duende.

—A quién me recordará… —dijo.

El rostro de Norma mudó de expresión.

—No hace falta que seas sarcástica, Carmen. Y, desde luego, no es el momento.

Carmen murmuró una disculpa y se sirvió una taza de té sin levantar la mirada de la mesa. Norma la contempló con expresión seria mientras lo hacía.

El ambiente en la cocina se había enrarecido de pronto y Miranda comprendió que aunque las lámparas del techo inundaban la estancia de una luz cálida e intensa, al otro lado de los cristales aún faltaban dos horas para el amanecer; que para Norma el día había tenido que ser duro e interminable. El maquillaje ocultaba algunos de los signos de agotamiento, pero no disimulaba el cansancio que revelaba el brillo desvaído de los ojos de la autora.

Podían ser tres mujeres compartiendo un té, pero tras ella el inspector las observaba con atención y (quizá fuera su imaginación de escritora haciendo de las suyas, pero estaba convencida de ello) los brazos cruzados. Todo ello mientras en el piso de arriba el cadáver del marido de Norma Seller se enfriaba sobre una cortina de baño ensangrentada.

Los ojos de Norma se posaron en los suyos un segundo y Miranda tuvo la desagradable sensación de que podía leerle la mente.

—Perdónanos, Miranda —dijo con tono afectado—. Ha sido un día difícil para mí. Para ambas. Lo que me recuerda que no os he presentado. Miranda, ésta es Carmen, una excelente lectora y gran amiga. Carmen, ésta es Miranda Grey. Si aún no la has leído, ya estás tardando.

Carmen extendió su mano sobre la mesa y Miranda se la estrechó. Era grande, fuerte y áspera.

—Así que sois amigas…

Norma asintió con la cabeza.

—Desde que me mudé a esta ciudad. ¿Cuándo fue eso, Carmen?

—En 2002.

—El año de mi última novela como Norma Segura, cierto. Amor a 20 000 pies. ¿La has leído?

Miranda asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Aunque confieso que me gustan más las novelas que escribiste a partir de ésa.

—Las que escribí como Norma Seller. No eres la única. Pero te hablaba de Carmen. Cuando llegué a casa esta noche y… —la voz de Norma no se rompió, pero por primera vez se estranguló durante un segundo.

—Entiendo.

—Ella fue la primera persona a la que llamé.

Carmen extendió el brazo, colocó su mano sobre la de Norma y la apretó ligeramente. Norma se giró hacia ella y le dedicó una sonrisa de agradecimiento. Durante un segundo fue como si Norma hubiera llevado una máscara todo el tiempo y sólo en aquel momento se hubiera permitido el lujo de levantarla brevemente. Quizá para tomar aire, pensó Miranda. Quizá porque la asfixiaba.

—No tienes por qué contarme nada, Norma —dijo—. No hay ninguna necesidad de revivirlo todo de nuevo.

—Te lo agradezco, pero solo se vive una vez. Revivir es algo muy distinto. Es como masticar chicle de segunda mano. Es la diferencia entre escribir y reescribir. Tú deberías saberlo.

Sí, Miranda lo sabía.

—Llamé a Carmen porque no sabía qué hacer, y Carmen siempre me ha ayudado cuando no he sabido qué hacer en el pasado —prosiguió Norma tras una pausa—. Tampoco podía pensar con claridad, lo admito. Después de encontrar el cadáver de mi marido bajé las escaleras como en trance. Utilicé el teléfono del recibidor en lugar del móvil. En una época en que nadie recuerda el número de nadie, el número que marqué de memoria fue el de Carmen. Cuando ella llegó, llamamos a la policía.

Carmen asintió con la cabeza.

—Estaba aparcando el coche cuando Norma me llamó. No hacía ni quince minutos que la había dejado en casa.

Un denso silencio se instaló en la cocina.

Miranda podía imaginarlo todo, en potentes destellos. En su cabeza sonaban riffsde guitarra eléctrica, como siempre que le ardían las yemas de los dedos y se moría por sentarse frente al ordenador, cerrar los ojos y simplemente contar lo que veía al ritmo de la música.

Pero lo cierto era que estaba a más de cien kilómetros de su ordenador y su casa de muñecas, y que de los diez minutos que le había ofrecido Alejandro apenas quedarían dos o tres. De modo que muy a su pesar trató de acallar aquellos riffsde guitarra en su mente.

—¿Qué hora era?

Carmen sacó el móvil de la mesa y lo consultó.

—Las once y veinte.

—¿Habíais ido a cenar?

Norma negó con la cabeza.

—Al cine.

El hilo invisible. La de Paul Thomas Anderson —intervino Carmen.

Miranda escuchó un zumbido apagado a su espalda y comprendió que se trataba del móvil de Alejandro, en el bolsillo de su pantalón.

Carmen y Norma guardaban silencio. Miranda casi podía sentir cómo revivían la noche ante ella. Quizá revivir no fuera lo mismo que vivir, como había dicho Norma minutos antes, pero desde luego podía ser doloroso. En ocasiones la cicatriz duele más que la herida.

A lo largo de los años, Miranda se había ido convenciendo de que, quien más, quien menos, todo el mundo avanzaba por la vida con una coraza forjada decepción tras decepción, desengaño tras desengaño. Había que ser muy loca o ser muy niña para caminar a pecho descubierto por el mundo.

En su caso, escribir (o imaginar, porque al final escribir no era más que la cristalización del acto vaporoso de soñar) era lo único que podía atravesar aquella coraza. La vida quedaba fuera, fría y ajena. Su propia vida. La vida del resto del mundo. En consecuencia, era consciente de que ella misma podría parecer a veces fría y ajena para el resto del mundo. Que la tacharían de insensible. Pero aquello era solo de coraza para afuera.

De coraza para adentro las emociones tenían vía libre para desbocarse. Cuando ella se lo permitía, por supuesto. Cuando escribía. Cuando imaginaba.

 Pero de todas las personas del mundo, Norma era la última que Miranda quería que la considerara insensible, por eso, a pesar de que «¿era una buena película?» era lo que realmente le había apetecido preguntar en un primer momento, se esforzó por relajar la tensión en los párpados y hablar con suavidad:

—Lo siento muchísimo, Norma. Pocas cosas más devastadoras que ver morir al amor de tu vida. No puedo ni imaginar por lo que…

Para su sorpresa Norma se echó a reír.

—No lo pongo en duda, Miranda. Sí, seguramente tienes razón. Pero Daniel… en fin. Lo que ha pasado hoy es inconveniente, no te lo voy a negar. Inconveniente y desagradable. Mañana habrá a las puertas de casa una docena de coches llenos de periodistas y fotógrafos. Y hay un funeral que organizar, y papeleo al que dar curso. No te voy a mentir: no sé ni por dónde empezar. Así que sí, es inconveniente y desagradable, pero, ¿devastador? Para eso hace falta tener sentimientos y la gente como nosotras…

Norma se quedó mirando un segundo a un lado antes de dejar escapar una risa de nariz y dibujar una fugaz mueca de desprecio con sus labios, perfectamente pintados de rojo intenso.

—Te contaré un secreto. Carmen lo sabe porque alguna vez lo hemos hablado y supongo que Daniel lo descubrió por sí mismo, pero tú eres una recién llegada y quizá te pille de nuevas. El mundo cree que la gente como tú y como yo escribimos porque es la única manera que conocemos de expresar unos sentimientos que nos desbordan, pero se engañan. No te engañes tú también: la verdad es que la gente como tú y como yo escribimos porque es la única manera que conocemos de tener sentimientos de cualquier tipo.

Las palabras de Norma se quedaron flotando en el aire durante unos segundos en los que Miranda se sintió incapaz de respirar. Cuando habían comenzado a hablar, había pensado que escucharla era como leer uno de sus libros, pero sólo ahora se hacía idea de hasta qué punto era aquello cierto. Las novelas de Norma Seller tenían la virtud de ir al grano, de disparar a bocajarro y conectar con los sentimientos oscuros más atávicos de sus lectores. Allí donde se escondían tus miedos, tus secretos, los deseos que ni siquiera eres capaz de reconocer ante ti mismo, allí disparaba Norma Seller. Y solía dar en el blanco.

El carraspeo de Alejandro tras ella la sacó de su ensimismamiento.

—Me temo que tenemos que dar la visita por terminada, Miranda —dijo—. Me dicen que el juez está ya a punto de llegar y preferiría que no la viera aquí cuando lo haga.

Norma parpadeó. Sus ojos verdes habían estado clavados en los de Miranda en todo momento a lo largo de su discurso. Sonrió.

—Perdona, querida. No me gustaría que te llevaras una mala impresión de mí. Creo que ha sido un día demasiado largo para todos. Te propongo una cosa. ¿Por qué no me haces una visita cuando todo esto haya terminado? Me encantaría poder charlar contigo acera de Sombras de un asesinoy su secuela. Porque habrá una secuela, ¿verdad?

Miranda no se sentía con ánimo de contradecirla. De pronto todo su cuerpo le gritaba que eran casi las cinco de la madrugada y llevaba casi veinte horas levantada.

—Desde luego. Será un placer, Norma. Podríamos hablar también de tu nuevo libro. He visto que está terminado. Me muero de ganas por leerlo.

—¿Cómo sabes…? —por un segundo su rostro se había contraído en una expresión de enfado, pero pasó pronto. Volvió a ponerse su sonrisa, como una máscara—. La buhardilla, claro. El inspector se la ha enseñado, ¿verdad?

Miranda asintió con la cabeza.

—Bien, es un lugar privado. Muy privado. No me gusta que nadie husmee en ella. Por algo la mantengo siempre cerrada con llave. Incluso cuando estoy dentro escribiendo, me encierro. Espero que no haya tocado nada.

—No se preocupe, señora Segura —intervino Alejandro—. Le garantizo que nadie ha tocado nada… ni lo tocará hasta que llegue el juez.

Norma bajó la mirada.

—Inconvenientes… —murmuró para sí—. Todo esto no son más que inconvenientes.

Miranda se levantó de la silla.

—Ha sido un placer, Norma. Y pienso aceptar tu invitación, no lo dudes.

—Eso espero. No soy la Condesa de Bathory, pero me encanta disfrutar de un poco de sangre joven tanto como a cualquiera. Espero verte pronto, Miranda.

De nuevo se estrecharon las manos.

Cuando se encaminaron hacia la puerta de la cocina, Carmen se levantó.

—Les acompaño —dijo.

Se movía con agilidad a pesar de su cuerpo robusto. Los adelantó, abrió la puerta y esperó a que ellos pasaran para hacer ella lo mismo y cerrar tras de sí.

—No se lo tengan en cuenta —dijo, casi en un susurro—. Sé que parece fría y que nada le importa, pero no es más que fachada. Por dentro está destrozada por lo que ha ocurrido. Simplemente, es su manera de lidiar con los problemas.

Miranda sintió una corriente de simpatía por Carmen. Alzó una mano y la posó en su brazo con una leve presión.

—No te preocupes, Carmen. Puedo entenderla, créeme.

Carmen volvió a esbozar su sonrisa de duende.

—Gracias… —dijo mientras abría de nuevo la puerta de la cocina y regresaba junto a su amiga.

Alejandro se quedó contemplando a Miranda un segundo, dubitativo.

—¿Ocurre algo? —preguntó Miranda.

Alejandro negó con la cabeza.

—Nada. Hay algo que necesito decirte, pero creo que es mejor que lo haga en la calle.

Recorrieron el pasillo que daba al recibidor de la casa. Al pasar, Miranda no pudo evitar echar un último vistazo a las dos estatuillas de mármol que flanqueaban las escaleras. Por alguna razón, tras haber visto el resto de la casa y hablando con su dueña, ya no le parecía que desentonaran lo más mínimo. Aquellas estatuillas imprimían un NORMA SELLER en la casa con caracteres más grandes que aquellos con los que aparecía su nombre en la portada de sus libros.

Cuando atravesaron la puerta de la entrada y salieron a la calle, el cielo había comenzado a teñirse de un azul leve y blanquecino en el horizonte. Amanecía. En la carrocería negra y brillante del New Beetle bailaba aún el reflejo de las luces policiales. El inspector la acompañó hasta él.

—¿Cuáles son los siguientes pasos? —preguntó Miranda al llegar junto al coche—. ¿La morgue? —Sus ojos se abrieron de pronto—. ¿Podré presenciar la autopsia?

Alejandro carraspeó, incómodo.

—Precisamente de eso es de lo que te quería hablar, Miranda. No podrás ver nada más. El permiso es muy claro al respecto: expira cuando llegue el juez. Pero hay algo más que sospecho que tampoco te va a gustar.

Miranda no pudo disimular su decepción.

—¿Me vais a cobrar la visita?

Al instante se arrepintió de lo que había dicho, así como el tono con el que lo había hecho y se mordió el labio inferior. Sin embargo, los ojos almendrados de Alejandro acompañaron a sus labios al sonreír, como si estuviera reprimiendo una carcajada. Miranda se sintió aliviada y sonrió a su vez.

—No, la visita es cortesía de la casa —sus ojos seguían sonriendo—. En realidad creo que ha sido tan interesante para mí como para ti. Se trata de tu marido…

—Exmarido.

—Tu exmarido, perdona. Quiere que os reunáis mañana a las dos en El Segoviano. No sé a qué se refiere.

Miranda frunció el ceño.

—Yo sí. El Segoviano es un restaurante que solíamos frecuentar cuando estábamos casados. Y creo que me hago una idea bastante precisa de lo que quiere.

—¿Sí?

—Sí. Al final sí que vais a cobrarme por la visita.

 


 

Has llegado al FINAL del adelanto gratuito de Malas influencias. Pero este final no es más que el principio. Te esperan más de 400 páginas por delante en las que acompañarás a Miranda durante su investigación del asesinato de Daniel Urtice; donde conocerás a nuevos personajes y donde descubrirás que la casa y la buhardilla de Norma Seller guardan más de un secreto y nada es lo que parece a simple vista.

Adelante, pasa sin temor.

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