(Artículo originalmente publicado en El Diario Montañés el viernes, 28 de agosto de 2020)

Todavía conservo mi carné de socio de la Biblioteca Municipal de mi pueblo, Los Corrales de Buelna, donde pasé tantas tardes de mi infancia y mi adolescencia. Como siempre ocurre a esas edades, mi curiosidad era infinita, de modo que por mis manos pasaron libros de toda índole.

De entre todos los géneros, sin embargo, había uno que era mi favorito: la ciencia ficción.

Y fue durante la búsqueda de un nuevo escritor de ciencia ficción al que hincarle el diente cuando di por casualidad con El hombre ilustrado, de Ray Bradbury.

Para un niño como yo, encandilado con la prosa transparente de Isaac Asimov, dar con Ray Bradbury supuso un golpe similar al que, años después, supuso pasar de Stephen King a Julio Cortázar o los clásicos del Siglo de Oro español o el teatro isabelino inglés.

A día de hoy puedo rastrear la influencia de cada uno de esos autores en mi obra hasta la fecha, algunos más ocultos que otros, pero todos ahí, y saludarles como los buenos amigos en que se han convertido. Sin ir más lejos, mi antología de relatos El hombre divergente (el mismo título de la antología es un homenaje a aquella otra antología que tanto me había impactado en mi niñez) y su leit motiv no existirían si no hubiera encontrado en la biblioteca de mi pueblo aquel libro de bolsillo mil veces manoseado.

Recuerdo que tras leer El hombre ilustrado busqué más títulos de Bradbury. Fue así como llegué a Crónicas marcianas (ay, Sardá, cuánto daño has hecho) y, al fin, a Fahrenheit 451.

Y es de este último del que quiero hablaros.

Captura de la página impresa en El Diario Montañés. Pulsa para verla a tamaño completo.

Fahrenheit 451, para todos aquellos que no lo conozcáis, es un poético y terrible alegato contra la censura y los ataques a la libertad de expresión. Su título hace referencia a la temperatura a la que arde el papel, ya que los bomberos de la sociedad en la que transcurre la novela no apagan fuegos, sino que los inician con el objetivo de acabar con todos y cada uno de los libros impresos.

De todos relatos, guiones y novelas que escribió Ray Bradbury en su vida, ésta es la única obra que él englobaba en el género de la ciencia ficción, ya que, en sus propias palabras:

«En primer lugar, yo no escribo ciencia ficción. Tan solo he escrito un libro de ciencia ficción y es Fahrenheit 451, basado en la realidad. La ciencia ficción es una representación de la realidad. La fantasía es una representación de lo irreal».

Y no le faltaba razón. La lectura de Fahrenheit 451 es más perturbadora hoy en día que cuando se escribió en 1953 (durante la etapa del macartismo norteamericano).

En un momento dado de la novela, su protagonista, Montag, uno de los bomberos de los que hablaba antes, le pregunta a su superior por qué queman libros. La respuesta sigue quitando el aliento a día de hoy:

«[…] Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma, domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? »

Y poco después, continúa:

«[…] Has de comprender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos permitir que nuestras minorías se alteren o exciten. Pregúntate a ti mismo: ¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo? La gente quiere ser feliz, ¿no es así? ¿No lo has estado oyendo toda tu vida? «Quiero ser feliz», dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones? Eso es para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia. 

«[…] A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo. Escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón. ¿Los fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro. Serenidad, Montag. Líbrate de tus tensiones internas. Mejor aún, lánzalas al incinerador».

Serenidad…

Ray Bradbury falleció el 5 de junio de 2012. A lo largo de los 91 años que estuvo entre nosotros fue testigo del horror de la II Guerra Mundial, de la guerra de Vietnam, de Corea, de la crisis de los misiles, el asesinato de Kennedy, la caída del muro de Berlín, la Perestroika, del hombre caminando en la Luna y los robots paseando por la superficie de Marte, del macartismo en los 50 y las revueltas hippies de los 60, de los interminables vaivenes de la historia.

Quizá por eso decidió que, en su tumba, una sencilla lápida en el cementerio Westwood Village Memorial Park, en Los Ángeles, figuraran tan solo su nombre y apellido, las dos fechas entre cuyos paréntesis se desarrolló su vida y un sencillo epitafio:

«Autor de Fahrenheit 451».

Su única obra de ciencia ficción.

La única que consideraba una representación del mundo real.

Como si nos dijera: «Id con cuidado».

Pero estuviera también preparado para que, en el caso en que sus peores predicciones se cumplieran, pudiera leerse como un rotundo: «Os lo advertí».

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